Ray asciende. Ray saluda. Se quita
la bata. Acoge el protector bucal. Alguien embadurna sus cejas con vaselina.
Salta y calienta. Está viejo. Puede que treinta inviernos. Puede que cuarenta,
no importa. Es un jodido abuelo. La vida es lo que pasa en un puto pestañeo.
Los huesos crujen, la musculatura se tensa. El árbitro suelta su perorata. Ray
mira al hombre joven que lo reta. Podría bucear en sus ojos confiados y azules,
podría relajarse dentro como en un spa. Chocan sus guantes. Suena la campana.
Comienza el baile.
El chico sale como un toro.
Directo, sincero y explosivo. Tantea y enseguida se decide. El viejo Ray
baila, el viejo se las sabe todas. Se abraza. Se escabulle, su única oportunidad
está en el engaño. Así muestra a su contrincante el camino equivocado. El paseo
de baldosas amarillas a ninguna parte. El niñato se pelea con el aire.
Embiste contra el viento y comienza a ahogarse en su propia ansiedad. Suena la
campana. El chico se pregunta por qué es tan jodido acertarle a un fantasma. Un
minuto. Un año. Una puta vida. El corazón de Ray se encabrita. Bebe. Escupe. Duele
cada átomo de su ser. Se siente jodidamente bien. El dolor como medio, como
alimento para el alma. Suena la campana y el tiempo dentro de tiempo se
reanuda. Tic. Tac. ¿Cuánto tiempo dura un asalto? ¿Cuánto pesan los segundos?
Mucho. El tiempo se estira y se encoge y se transmuta en plomo. El niñato va y
vuelve despistado. No sabe que lleva un gran letrero luminoso en su mirada. Uno
que avisa de cada movimiento con diez segundos de antelación. Ray espera y
pasito a pasito entra hasta la cocina. Lanza dos directos. Mide. Engaña y pinta
un hueco en el aire. Se permite el lujo de recibir un par de golpes con tal de
llegar al lugar deseado. Una vez allí pinta una x en el suelo, el sitio donde
los viejos piratas esconden sus tesoros. El muchacho se traga el anzuelo y baja
la guardia. Ray conecta. Suena un clic en su cabeza. Dos directos más y un
gancho de izquierdas. Brota la sangre. Bien. La sangre es buena. La muchedumbre
ya tiene su líquido elemento. Ray arrincona al muchacho. Es hora de
reconfigurar su rostro. Lluvia de hostias para achatar el tabique, para elevar
los pómulos, para desdibujar las cejas. El niñato ya no es tan guapo. Quizás se
lo siga pareciendo a su madre. Sin embargo, el chico resiste. Puede que hasta
ahora no lo supiera, pero es un sufridor. Bien. Ray le adelanta materia al
chico, le convalida un par de cursos en la universidad de la puta vida por la
vía del directo a la mandíbula. Esta cruje. Ray se sorprende de que el chico
sea uno de esos tipos que mueren de pie. Sus piernas son jóvenes. Sus brazos
han aprendido a olvidarse del cerebro. El muchacho no cae. Se desinfla. Su
espacio subaracnoideo es una coctelera. Un lugar perfecto para preparase un bloody
mary. El árbitro está a lilas. El chico se escurre y para cuando alguien
hace algo incluso los espectadores de las últimas filas se dan cuenta de que el
muchacho convulsiona. Ray se asusta. Pero sigue golpeando. Es así la vida. Y la
muerte. Por fin alguien los separa. Era cierto, el viejo podría haber ganado al
joven con una mano atada a la espada. Ray se va a su rincón y en los espectadores
comienza a desatarse un silencio elocuente. Dicen que el boxeo tiene algo de
pornográfico. Mentira. La pornografía es una coreografía, el boxeo una jodida tragedia
griega. Ellos gritaban ¡Mátalo! Ellos ahora sienten un pequeño nudo en el
estómago, uno que se cierra con cada convulsión. Ray mira desde su rincón.
Alguien retira el protector facial al chico. Tiene el rostro hinchado, pero Ray
sabe reconocerse en un espejo. Ray se levanta. Ray se acerca. Es su rostro el
que sangra, palpita y convulsiona. Ray de repente siente el silencio. La gente
se evapora. En el pabellón solo quedan miles de sillas vacías dispuestas en
perfecto orden alrededor de un cadáver. Ray se arrodilla junto al muerto. Ray
adivina el chico que fue antes de que las luces se apaguen. Clic. Escucha y
abre los ojos en otro lugar. Está sentado, los brazos pesan con solo moverlos y
las piernas están derrumbadas sobre una silla de ruedas. Cuesta respirar. Cuesta
levantarse. Ray viste pijama. Ray no viste calzones de boxeo sino un pañal
cargado de mierda y una sonda que atraviesa su polla. Ray se mira al espejo y
observa un anciano. Mira una vieja fotografía en blanco y negro de sí mismo. En
ella el chico de ojos azules sonríe confiado. Deseoso de comerse el mundo. Ray
se derrumba de nuevo sobre la silla. Escucha un ding. Escucha un dong.
Suspira y se pregunta si quizás en algún universo paralelo aquel chico pudo ganar el combate.