Supongamos que un escritor propone un
juego y comienza una novela sin saber previamente ni su estructura, ni su argumento. Un
escritor de ésos que llaman «de brújula». Supongamos que los personajes del
relato surgen de la niebla de las ideas y son colocados en el mundo sin más
intención que la de estar atentos a su evolución, a su crecimiento.
Probablemente nacerán despistados, sometidos al capricho de los elementos,
probablemente serán seres sin demasiada sustancia ni interés, y a medida que
interactúen ―a través de diálogos y monólogos―, despertarán al mundo creado
para ellos, construyéndose por dentro a través de las palabras.
Supongamos que esa sea la base, y que
después de un buen puñado de aburridas hojas dedicadas a contarnos las
vicisitudes, engaños y entuertos sufridos por el protagonista, éste llegue a tomar
conciencia de su propia identidad. No tanto como sujeto de amores y desamores, sino
más bien como personaje de ficción. Como personaje escrito en tinta, que
nace con la letra capital y muere con el epílogo. Supongamos incluso que, en un
alarde de modernidad, el autor se introduce a sí mismo en el relato, convirtiéndose
en parte de la ficción, en eso que llaman metaliteratura. Dicho autor se torna así
en una especie de oráculo que disipa la niebla en torno al protagonista, el portador de una verdad absoluta y desoladora, el Dios que se manifiesta,
que decide sobre todas las cosas.
Hasta aquí todo en orden, no hay escritor que no sea un sátrapa con sus personajes. La duda llega
y el cerebro explota al propio lector cuando se da cuenta de que, en apenas
unos años tras el momento de la escritura, ese autor que se cree alguien a su vez
morirá. Y la realidad de su existencia quedará confinada junto a la de sus personajes,
anhelando la lectura del buen lector que les vuelva a la vida por unas horas.
Supongamos ahora que este
argumento sea propuesto por uno de los tipos más decentes de la historia de España,
orgulloso propietario de una mente preclara y de unas palabras que resonaron en
el fin del mundo ―aquel venceréis, pero no convenceréis―, supongamos que estamos
hablando de «Niebla», de Don Miguel de Unamuno.