Si es verdad que la vida son los ríos, quizás el alma de los
hombres está hecha de sedimentos. Arenas transportadas de un lugar a otro,
puestas aquí y allá por los caprichos de la corriente; hay vidas largas y mansas,
hay vidas cortas y bravías. Los humanos que se esconden tras la metáfora
conocen bien esos posos, porque les han hecho ser como son. Residuos de amor y
horror, de deseo, de libertad, de vergüenza, violencia y cobardía se apelotonan
bajo una fina capa de piel en un recodo del río.
El caso es que vivimos en una sociedad donde solo importa la
superficie. La última de las capas de la tarta. La parte a través de la cual
imaginamos y damos por supuesto el todo. La alfombra de colorines que tapa
metros cúbicos de mierda.
Philip Roth sin duda ha sido uno de los grandes escritores contemporáneos,
en «La mancha humana» se dedica con paciencia, a través de las palabras, a
desmontar cada estrato de la vida de un anciano llamado Coleman Silk y de los
personajes que gravitan a su alrededor; a analizar los secretos con los que
construyó su existencia. Una excavación en el alma de un hombre negro de piel
blanca capaz de renegar de los suyos, hecha desde fuera hacia adentro, que sirve
a su vez para retratar el conjunto ―el pigmento, la mancha que nos une y salpica
a todos―, con una precisión devastadora.
El ser humano es especialista en enterrar el horror más
absoluto bajo una capa de indiferencia, bien profundo para que nadie repare en
ello, un lugar donde descansa el racismo, la guerra, la violencia absoluta e
institucionalizada, el sometimiento a través del sexo y la pobreza. Nuestro
auténtico pecado original. Ese mismo ser humano ―da igual la edad, raza, sexo o
condición― es capaz de escandalizarse acto seguido por la estupidez más nimia y
montar un discurso moral y grandilocuente a su alrededor. Quizás actuamos así
porque somos incapaces de afrontar la densidad y negrura de nuestra mancha, quizás
esperamos que al disfrazarla con colores chillones, esta pase desapercibida.