Es curioso como determinadas obras de
literatura se enredan en nuestras neuronas, quedando al acecho, esperando
cualquier momento del día en el que no debieran estar ahí para asaltarte con una
idea o un pensamiento furtivo, con una imagen poderosa que a su vez desencadena
un pequeño terremoto. “La carretera”
de Cormac McCarthy es una de esas obras, solo que aparte de enredarse en la
sesera, también se enreda en las tripas.
Y no te suelta. Ayer a cuenta del black friday algún informativo mostraba las
típicas imágenes de archivo que todos hemos visto un millón de veces, esas en
las que un grupo de esforzados compradores toman al asalto un centro comercial
en el momento de la apertura y entre codazos, insultos y carreras luchan por la
última consola de videojuegos. Un retrato preciso de la condición humana. El
caso es que normalmente la escena me arranca una sonrisa. Pero ayer no. Probablemente
porque acababa de leer las últimas páginas de “La carretera” y un pensamiento funesto se me pasó por la cabeza.
«Que pasaría si esa misma gente estuviera luchando no por un juguete, sino por
la última jodida lata de alubias de la ciudad».
Ahí se me quebró la sonrisa, ahí
asomaron los dientes separados, colgando desde unas encías en retirada, ahí surgieron
los ojos vidriosos, las caras macilentas, los puñales escondidos, los cuerpos
de piel fina alargados por el hambre, cubiertos por harapos y mugre. Ahí
asomaron los paisajes de la carretera, los bosques helados, los árboles muertos
clavados en el suelo como las cruces de un cementerio, el cielo espeso ―blanco,
insalubre y celoso del sol―, los ríos negros y el agua ácida.
No son necesarios los monstruos para
dar miedo. Los zombis, los vampiros, los hombres lobo no son sino disfraces que
engalanan el sustrato primero del horror, ese mismo que te saluda desde el
espejo todas las mañanas.
Hace tiempo que quería leer “La
carretera”, una lectura obligada mil veces recomendada y mil veces pospuesta,
un texto que construye sin miramientos el infierno perfecto para un padre y su
hijo ―un padre en el que cualquier padre se puede reconocer, un hijo en el que
cualquier hijo se puede reconocer―, que luchan por sobrevivir ante el
apocalipsis.
Una obra magnífica, dura, recia y oscura,
extremadamente amarga. Una visión de los círculos del infierno en la que no se
necesitan ni llamas ni azufre, sólo quizás ceniza y hombres hambrientos. Un
retrato detallado y realista ―ahí es donde más duele― de lo que quedará cuando
no quede nada.