Cuando lees a
Salinger con veinte años es fácil conectar con el espíritu nihilista de sus
personajes, probablemente porque con esa edad piensas que estás a la vuelta de todo.
Cuando lo relees con cuarenta primaveras esa empatía desaparece y lo más
probable es que acabes pensando que Holden Caulfield es un gilipollas.
Empatías aparte,
hay un disfrute enorme en su relectura. Un disfrute que curiosamente deriva de
la precisión de sus ausencias, y es que la edad te ayuda a tapar los huecos
de cada historia, las inmensas certezas sin masa. Porque el viejo loco retrata
como nadie el vacío. Y el vacío sólo se puede dibujar delimitando el hoyo, el
espacio infinito alojado en las tripas de unos personajes que a su vez sólo parecen
intentar rellenarlo con humo.
Cuentan los
biógrafos que J.D. nunca dejó de escribir en su hura. Noventa y un años de
existencia creadora dan para generar una montaña de libros, escritos incoherentes
que quizás nunca puedan ver la luz. El caso es que yo tengo mi teoría. Y es que
Salinger primero delimitó un contorno, una silueta, un horizonte de sucesos en
torno al puto agujero negro; el lugar por el que Seymour Glass, Esmé, el
sargento X y el propio Holden pasean inconscientes bordeando el abismo; después
se decidió a llenarlo el muy iluso, sin darse cuenta de que había creado un
lugar donde las leyes de la física no funcionan. Un saco sin fondo que se tragó
su obra, donde se encuentra el dolor por la pérdida de los más amados, el
horror de la guerra transmutado en peces banana o la sordidez de un amor
plagado de intactas facultades. Un conjunto vacío, una singularidad, una
indeterminación sin respuesta.
Cuando tienes
veinte años te hace gracia la silueta. Con cuarenta miras al hueco intentando
entrever la nada, después sientes un certero escalofrío que te sube hasta la
nuca y te preguntas como demonios puede alguien ser tan preciso al retratar lo
invisible.