Debiera
ser fácil hablar de los maestros de la ciencia ficción. El punto de partida
es más simple, más sencillo. Hay dos opciones, puedes ejercer una crítica
despiadada desde tu ignorancia, mostrando sin tapujos tu idiotez en pos de la atención pasajera, o puedes
asumir lo evidente, la conclusión a la que gente mucho más inteligente que tú
ha llegado mucho tiempo antes que tú, y tratar de genio al genio, alabando su
figura, su obra.
No hay que ser muy listo para lo primero. No hay que ser un tipo muy
esforzado para lo segundo.
Y sin
embargo cuando me enfrento a Úrsula K Le Guin me quedo mudo. Deslumbrado y decidido
a no hacer una elegía facilona. Rebusco las ideas dentro de mi sesera y las
coloco frente a mí en un orden impreciso, indeciso antes de abrir la bocaza.
Antes de opinar.
“La mano izquierda de la oscuridad” es un disfrute. Pero un disfrute
difícil, como un sabor extraño que paladeas por primera vez antes de hacerte
adicto. Un libro que no admite una lectura atolondrada. Aquí se habla
del género sin el género. Se construye un universo para poder hacer
antropología del ser humano sin el ser humano tal y como lo asumimos. Hoy en la
ciencia ficción todos quieren ser constructores de mundos, maestros de esa
disciplina que los anglosajones llaman “world building”. Desistid malditos. No
podréis acercaros a Úrsula.
Ella plantea
en “La mano izquierda de la oscuridad” un mundo helado llamado Gueden donde sus
habitantes no tienen un sexo definido más que unos días al mes, los hombres no
son hombres, ni mujeres sino todo lo contrario. A ese planeta llega un enviado
del otro extremo de la galaxia, un humano de sexo masculino llamado Genry Ai con
la misión de proponer una alianza, éste tendrá que adaptarse, encajar su
mentalidad cuadrada en un molde esférico. Comenzando un viaje iniciático de la
mano de un aliado llamado Estraven.
Hasta
aquí la sinopsis, porque pronto la historia comienza a rondar tu cabeza en los
ratos en los que no estás leyendo, porque como en los libros que se adelantan a su
tiempo, el tema resulta que no podría ser más actual, más necesario. Y es que en
esta historia la premisa inicial de la ausencia de un sexo estable se transmite sabiamente a la sociedad que retrata. Un
lugar sin guerras, pero donde cada palabra puede tener un segundo sentido oculto.
Un lugar en absoluto utópico, donde la necedad o la maldad que atesora el ser
humano está también presente a cada paso. Igual pero distinto. Sin la discriminación
por género al que forzosamente el viajero tiene que adaptarse.
Y es que el
problema del viajero en este caso no es con las mujeres, con el feminismo. En
este planeta imaginado ni siquiera existen. El problema del varón es consigo mismo,
con la capacidad ―o ausencia― de adaptación al medio, a una sociedad que muta a
la velocidad del rayo y en la que sus condicionantes otorgados por la naturaleza,
la educación y las costumbres resultan no valer demasiado.
¿Os
suena? A mí sí.
Pero es
que además la obra tiene otro segundo plano, otro elemento que me ha hecho
reflexionar, porque pasado el ecuador de la novela ―no quiero destriparla
demasiado― hay un largo viaje, una huida a través de un paraje desolado. Un
momento en el que los personajes independientemente de su condición han de
enfrentarse a un planeta despótico y muerto. Un lento caminar, un anhelo por la
supervivencia en un entorno donde la vida no es admitida.
Un
hermoso canto al ser humano, vagando y peleando por seguir vivo donde la vida no es mas que un curioso accidente. Un universo al que nuestras
mierdas ―añádase aquí cualquier ideología destructiva acabada en “ismo”―
simplemente le importan un carajo.