Hace
algún tiempo vi una viñeta de esas que te hacen pensar y reír, aunque no
necesariamente en ese orden, en ella aparecía una tierra apesadumbrada en la
consulta de un doctor con pinta de júpiter mientras éste le daba una mala
noticia. ―Lo siento, tiene humanos―. Decía el planeta. Una mala noticia, sin
duda, porque desde un punto de vista externo, el ser humano tiene peligrosas
similitudes con un agente infeccioso. Surgimos. Crecemos. Nos multiplicamos. Y
en el camino destruimos el organismo que es nuestro soporte y sustento.
Acabo de
ver Aniquilación, la película de Alex Garland protagonizada por Natalie Portman
y no he podido evitar acordarme del chiste, (OJO! a partir de aquí Spoilers) porque, básicamente el filme
reflexiona sobre eso, contando una historia en la que la tierra no deja de ser
un gran organismo vivo sometido a cambios, a infecciones que desencadenan la
mutación y el desastre.
Algo que
ocurre con cierta frecuencia en el mundo microscópico; donde hay multitud de ejemplos
como el virus del papiloma humano (HPV) o el de la hepatitis C (HCV). Son estos
microorganismos capaces de alterar el ciclo normal de las células que infectan
y en muchos casos acaban generando tumores.
Pues
bien, pongamos que la tierra es un gran organismo. Con su carga genética
esperando a ser infectada por un agente externo, pongamos que un virus inter espacial
llega a nuestro mundo, se aloja en un faro en la playa y comienza a mutar y mezclar
los cromosomas de todo aquel que se le ponga a tiro. Así, a los cocodrilos les surgen
dientes de tiburón, a los osos cuerdas vocales, los parásitos intestinales
crecen como anacondas y a los físicos con tendencias suicidas les brotan
pétalos en las orejas.
Perfecto,
un sindiós, una gran cagada que si crece de forma incontrolada sin duda acabará
en desastre, en aniquilación. A menos que ese organismo vivo tenga un sheriff
que ponga a cada cual en su sitio. En microbiología hay una proteína (llamada
p53) que actúa desencadenando la muerte de las células que se van de madre
mediante un proceso llamado apoptosis. En la película, esa proteína responde al
nombre de Natalie y ha cambiado sus zapatillas de baile por un fusil AR15. Natalie
llega, se carga a las copias chungas, ―menos la de su maridito― y vuelve a su
mundo con la satisfacción del deber cumplido.
Vale,
hasta aquí mi propia versión del asunto. Pero supongo que no es la única porque
la película es compleja y deja margen a la imaginación del espectador para que
llene los huecos.
Ahora
viene la parte crítica. Adoro que a los directores de cine les dejen libertad
creativa, adoro que éstos no nos tomen por idiotas a los espectadores, adoro
que sean las princesas y sus compañeras las que corran a luchar y a morir para
salvar a los príncipes durmientes, y sólo por eso la película merece ser vista.
Porque es
una estupenda obra de ciencia ficción.
Pero de
ahí a convertirla en un nuevo clásico hay un trecho largo. Un río lleno de
cocodrilos. Y es que me temo que no es la obra maestra que nos han vendido, si
rascas un poco hay importantes agujeros en la trama. ¿Por qué las mutaciones no
afectan a todos por igual? ¿Por qué coño el ente extraterrestre sólo copia a la
prota y a su santo esposo mientras que al resto los deja como a mondadientes
secándose al sol? ¿Por qué coño tienen que atravesar durante seis días un puto
pantano infestado de cocodrilos pudiendo llegar por barco a la puerta misma del
faro? ¿Se les han hundido todos los portaviones a los yanquis?
Bien, no
quiero ser cruel. La película merece la pena a pesar de sus fallos, el director
merece la pena y las actrices merecen la pena. Da gusto que se gasten con alegría
el dinero en este tipo de proyectos de género y da gusto que Netflix nos los
ponga amablemente en el salón de casa.
Supongo que puedo culpar a las expectativas. Yo las tenía muy altas y por eso quizás he acabado un
pelín decepcionado.