Dicen los que saben de esto que el inicio de cualquier charla,
artículo de opinión o reseña debe ser ligeramente disruptivo. Debe descolocar
lo justo al receptor del mensaje y plantar disimuladamente en su sesera la
semillita de la curiosidad. En un mundo perezoso como el nuestro nadie da
demasiadas oportunidades a frases excesivamente largas repletas de adverbios
terminados en “mente”. ¿Pero sabéis una cosa? Me rindo. Mierda, no puedo
pretender ser disruptivo hablando de una antología de cuentos que tienen por
título “Bienvenidos al bizarro”.
Porque precisamente ese género literario representa ―al menos en una primera
aproximación―, la madre de todas las disrupciones.
Y es que, cuando te enfrentas a una obra cuya portada es el
dibujo de una stripper mitad sirena
del Egeo mitad mutante de Desafío Total tienes dos opciones, dos pildoritas en
la mano, la primera es de color azul, con ella podrás arrugar el morro y continuar
con tus lecturas aburridas. La segunda es de color rojo y es jodidamente
lisérgica.
Si aceptas un consejo, toma la pildorita roja. Disfruta el
viaje y no te dejes engañar.
Porque esto de la literatura a veces va de engaño, a veces va
de metértela doblada, de hacerte pensar, aunque no quieras, de disimular la cruda
realidad con una fina pátina extravagante de color y formas asimétricas.
«—Tengo Pene Parlante. —¿Qué es eso? —Es una enfermedad
—contesté—. Cada vez que tengo una erección, sintoniza una emisora de radio.
—¿De verdad? ¿Te salen programas de radio de la…? Entonces fue ella la que se
puso roja cuando me di cuenta de que me estaba mirando el paquete. —Es una
emisora en particular —dije—, y no la puedo cambiar. —¿Qué emisora? —No lo sé.
Intento no escucharla. Generalmente se oye a un puñado de tertulianos de
extrema derecha despotricando».
Y el bizarro es un gran artefacto. Un gran “que cojones” tatuado con letras doradas,
un género que formalmente es respetuoso con la estructura clásica de un relato,
con el sacrosanto planteamiento, nudo y desenlace. Un tipo de literatura que se
lee fácil, pero que no da concesiones al argumento, a la trama interna. Y esa
es la mejor parte.
En este libro encontrarás penes parlantes, hombres huerto,
mujeres isla, profesores armados con shuriken,
bandas mafiosas de peluche y vendedores de dildos a domicilio recorriendo un
infierno de Dante con aspecto de barrio residencial de Minnesota.
«—Buenos días, caballero. —Se preguntó si era adecuado el
llamar «caballero» a un robot—. Me llamo Ralph y tiene usted pinta de poder
estar interesado en uno de mis magníficos dildos. El robot soltó unos pitidos
que Ralph interpretó como un «sí». —En ese caso —prosiguió, mostrando la
maleta—, le sugiero que tome uno, o incluso un puñado, y lo haga ahora mismo
porque se trata de una oferta única. El robot volvió a pitar».
Y hasta aquí puedo contar, no quiero desgranar minuciosamente
cada cuento, no quiero chivarme, decir de qué va o de qué deja de ir, porque
creo que fastidiaría la gracia del asunto. Porque ha habido dos grandes elementos que me
han hecho disfrutar de esta antología:
El primero ha sido el poder enfrentarme con espíritu virginal
a cada relato, por aquello del dejarse sorprender. Algo que potencia el
disfrute. Y el segundo ha sido el jugar a descubrir la esencia, el mensaje
envuelto en papel de color, la metáfora escondida. Porque casi todos los
relatos tiran con bala. Son inteligentes. Esconden con mucho cuidado sus serias
y respetables intenciones bajo un disfraz extravagante, por aquello del «qué
dirán» pero justo al revés. Exactamente
al revés.
Termino. Hay al menos cuatro relatos, «La Liga de los Céroes», de Jeremy
Robert Johnson; «Bailarina exótica», de
Violet LeVoit; «Orgía fantástica»,
de Carlton Mellick III y «El vendedor de dildos a domicilio», de Kevin L. Donihe, con los que he
disfrutado como un cochino en el barro, revolcándome con deleite. Otros cinco
que me han sorprendido gratamente, «Dinámica
de clase», de D. Harlan Wilson, «Gigantas sentadas en la bahía de Berangkat»,
de Tamara Romero, «La noche de las chonis», de Grant Wamack, «Pequeña Miss Ultrasonido», de Robert
Devereaux y «Hay un millón de
maneras de hacer lo correcto», de Matthew
Revert. Y al menos uno que me ha parecido bastante flojo «Señor Felpa, detective», de «Garret Cook». Sobre «Pastel de terciopelo azul», de Laura Lee Bahr, decir que me ha
parecido un relato precioso, elegante y bien escrito, pero quizás desentona con
el resto en esta antología por ser el menos gamberro, el menos loco.
Termino. No sin antes exponer algo evidente pero no siempre
reconocido, y es que, en la publicación de libros de relatos de diferente
autores, ―un medio importantísimo para la formación del escritor
independiente―, es esencial la labor del editor, la labor del tipo o tipa que
se juega los duros y que se exprime la sesera para dar uniformidad al asunto.
En un género tan peculiar, esa labor realizada por Orciny ha
tenido que ser épica, porque en éste mosaico cada tesela es de su padre y de su
madre, de color y forma diferente. Aún así creo que es de justicia decir que
esta antología está muy lograda, ya que los cuentos están unidos de una forma
sutil, misteriosa y ―no podía ser de otra manera―, extraña.
Post Data
«Yo no debiera estar
escribiendo esta reseña, no al menos para la convocatoria del premio Guillermo de Baskerville 2017 de libros prohibidos, en teoría había acabado con mi labor
como jurado para la novela corta. Pero circunstancias de la vida y debido a una
baja de último momento me ha tocado asumir también ese papel en la categoría de
libro de relatos. Labor que intentaré hacer lo mejor posible a pesar de lo
apretado del calendario, algo que me obliga a leer y escribir sin mucha pausa,
así pues, ruego indulgencia de los interesados ante posibles errores, erratas,
lapsus y demás gazapos».