El hombre moderno es afortunado, puede
mirar al cielo, hacia las estrellas y maravillarse ante su propia
insignificancia, ante la brutalidad que nos envuelve. El hombre de nuestros
días que además de mirar al cielo mira en los libros y en las pantallas está dolorosamente
bendecido, porque conoce el universo que quizás espera escondido en el tiempo y
en el espacio. Sólo que la verdad duele. Y la verdad que nos espera está construida
con planetas enfermos y naves silenciosas que avanzan en la negrura. Es un pedazo
de infinito, poblado por humanos deshumanizados, robots, androides, homínidos
genéticamente distorsionados y terroríficas formas de vida xenomorfa. Un mundo gobernado por grandes compañías liberticidas, donde
los nexus atacan naves en llamas más
allá de Orión, donde los gritos no se transmiten en el vacío, donde las
lágrimas huelen a disolvente.
A veces pienso que buena parte de la literatura clásica de
ciencia ficción parte de una premisa, y ésta es que todo lo bueno que tiene el
hombre está unido de forma indisoluble al planeta tierra. Como si el hecho de
alejarnos y ejercer el acto de conquista interplanetaria supusiera dejar atrás
cualquier atisbo de decencia. Como si la humanidad, en el amplio sentido de la
palabra, fuera una frágil planta que sólo crece en esta roca azul, un ser vivo
que se muere con sólo trasplantarlo.
Hay varios tipos maravillosamente culpables de esa
iconografía. Están Moebius y Giger en lo visual, Vangelis en lo sonoro, K.
Dick en lo literario y Ridley Scott
en esa amalgama de todo lo anterior que llamamos cine.
Ellos tienen la culpa. Ellos se colaron entre mis neuronas
bien jovencito. Sospecho que hicieron lo mismo con Daniel Pérez Navarro, el autor de Los príncipes de madera, dado que esta novela que hoy reseño se
ajusta como un guante a ese universo.
"—Puta
cafetera —dijo Showalter.
El
pánico de Pickering lo provocaba una pequeña serpiente que Showalter tenía
enroscada en las manos.
—Batidora
de mierda.
Showalter
se inclinó y acercó sus manos a las de Pickering.
—Tú,
patas de tornillo.
Pickering
rompió a llorar."
Éste libro es el cuarto que leo con motivo de los premios
Guillermo de Baskerville 2017, una historia corta pero cargada de significado.
Y de nuevo en su virtud lleva su carga. Es una obra valiente, que decide dejar bien
lejos los complejos que a todo juntaletras antes o después nos asaltan. Es una
novela que va a por todas y quizás debiera haber escogido un formato un poco
más largo para terminar de crecer, para desarrollar por completo la trama. Está
construida con un estilo que exige y recompensa al lector a partes iguales. Nos
cuenta una historia que abarca el ciclo vital de una serie de muchachos a los
que ―no podía ser más acertado el título de los príncipes de madera―, se les ha condicionado su pasado, su
presente y su futuro. Arrebatándolos su humanidad de una forma profundamente
retorcida, desde dentro, desde su esencia. Enseñando al aterrado lector que la
esclavitud que nos llega quizás es sutil. Quizás está hecha con cadenas que se
engarzan directamente a nuestro ácido desoxirribonucleico.
"Cien
mil ladrillos en cada célula colocados en perfecto orden para obtener una
ilusión: crear a la gran ramera. Frankenstein se asemejaría a un pedernal con
el que encender fuego comparado con nosotros, los cerebritos de Collins, y con
las putas de los barrios salvajes de T/1. Nuestro fuego, en cambio, se parecía
al de los motores de ignición de la nave que nos condujo a Agarttha."
Y es que Daniel Pérez dispara con bala bajo los
compases de Bela Bartók, porque los personajes, pese a su presunta homogeneidad
son diferentes, profundos, creíbles y están dotados de alma. Un alma alterada,
por momentos neurótica, desquiciada y encerrada en una cafetera, pero que da empaque y consistencia al relato, que lo
conecta con el lector y hace el asunto jodidamente plausible. Y ya se sabe que la
literatura de género puede permitirse el lujo de no ser posible, pero no de dejar
de ser plausible.
"Suena
en toda la base lunar, doctor Kretzschmar. Cortesía de David. Música de Bela
Bartók. ¿Conoce su ballet El príncipe de madera? Los cerebritos de Collins nos
sentimos libres cada vez que escuchamos esa música."
Y la cosa no queda aquí, porque Daniel no se corta a la hora de entreverar en su estilo argumentos
de ciencia pura y dura. Sin vaselina y sin miramientos. Llegando incluso a
insertar directamente secuencias de nucleótidos entre frase y frase, o usando sin
complejos un concepto bioquímico tan árido como el de los priones para explicar
el propio devenir de la historia.
En fin, yo que me las prometía muy feliz antes de comenzar a
valorar las novelas cortas de los premios Guillermo de Baskerville 2017 me he encontrado con un
dilema moral de proporciones épicas. Y es que todas son cojonudas. Tan cojonudas
que me resulta difícil catalogar, medir y comparar. Tan cojonudas que no puedo
dejar de recomendar encarecidamente su lectura.