Hace
algunos años ya, un tipo cuyo nombre no recuerdo me dijo en una boda ―rodeado
de mojitos, eses arrastradas y jamón del bueno―, una de esas verdades esquivas
que a veces sueltas al vacío o a desconocidos por pura desesperación. Para
tomar aire, para descansar un momento tu carga antes de seguir con el camino.
Digamos que el ambiente del festejo era multicultural, una especie de ONU en
pequeño plagada de soñadores, de emprendedores, de chicas y chicos listos, los
más listos, CEOS de empresas unipersonales,
StartUps de vida corta y negro
futuro, que desarrollaban su labor en las lejanas tierras californianas alrededor
del nuevo El Dorado.
El caso
es que, llegado el momento, con la mirada cansada y vidriosa, aquel muchacho me
confesó:
―San
Francisco es la fiebre del oro. Pero lo que no te explican es que, durante la
fiebre del oro, los únicos que hicieron dinero fueron aquellos que vendían
dinamita, picos y palas. No aquellos que las usaban.
Está
claro en qué bando se encontraba. Los nuevos mineros no tienen callos en las
manos ni respiran grisú. Los nuevos mineros tienen la muñeca jodida por el
ratón y la espalda hecha un cromo por estar todo el día sentados. Él era un
nuevo minero. No llevaba pañuelo al cuello, no tenía la cara manchada de tierra
ni tenía que defender su mina de mierda con un calibre doce. Pero el brillo en
sus ojos era el mismo. Supongo.
El caso
es que quizás nadie le había advertido del fracaso. FRACASO. Qué bonita
palabra. Qué virus doloroso contra el que te vacunan los años. Y es que aquí
seguimos, escuchando cada día historias de éxito que dulcifican los sueños
adolescentes. Que si fulanito un día diseñó unas gafas de sol y ahora es rico.
Que si menganito a base de hacer el idiota y jugar a videojuegos tiene millones
de seguidores en Twitter o en Youtube. Que si Zutanito escribió un
cuento en Amazon y vendió más copias que la biblia.
Percibimos
la realidad a través de nuestros sentidos. Oído, vista, tacto, gusto y olfato. Ellos
captan la información y la mandan a la sesera para que ésta la interprete, para
encontrar un caminito en el mundo absurdo. Pero hay un hacker entre medias.
Alguien que modula esa realidad, alguien que la sesga, la censura y la
modifica, alguien que te da el aliento y el ánimo para seguir adelante. Para
saltar al vacío. Ese alguien tiene un nombre precioso. Se llama esperanza.
El mundo
literario está lleno de saltos al vacío. Está lleno de esperanzas. Y de
fracaso. El mundo literario está basado en escribir. Y en que lo que escribas sea
leído por alguien. Punto. Pero luego llega todo lo demás. Como la dinamita, los
picos, las palas del minero. Gente que te aconseja, gente que te enseña el
camino, gente decente, noble y honrada. Pero también bandidos, muchos bandidos.
Últimamente
estoy conociendo mejor ese ecosistema, pero echo en falta algo. Alguien que emplee
la palabra maldita. Fracaso. Alguien que la conjugue el jodido verbo y se moje.
Alguien que le quite hierro a la palabra perdedor. Es difícil
encontrar el equilibrio, los sueños son un motor indispensable para la
escritura. Pero también son jodidamente inmiscibles con lo que espera tras la
puerta. Y afuera hace frío. Mucho frío. Por mi parte sólo espero ―querido
lector, querido escritor―, que ese frío no te impida disfrutar del paseo.