Decía Chirbes que la palabra bonita es mentirosa, porque puede
envolver la falsedad para hacerla parecer como una verdad reluciente. Vivimos
en un mundo repleto de palabras bonitas, condensadas, pulidas, enceradas para
que den el pego, como pequeñas pildoritas de felicidad. Fáciles de tragar, de
sabor dulce pero que envenenan. Atontan, idiotizan y desorientan. Hay expertos
en el uso de palabras bonitas. Míralos en la tele, nos cuentan que arriba es
abajo y que derecha es izquierda. Y nosotros les creemos, porque los hombres
necesitamos las palabras, ellas retratan el mundo y nos lo presentan, encierran
la realidad entre símbolos para que la comprendamos. Pero el ser humano es
perezoso, y en un mundo repleto de predicados sólo aquellos que relumbran llaman
nuestra atención. Así que aquí estamos, presos del eslogan, presos del verbo
rubio con ojos azules, con cuerpo de atleta y dentadura nacarada. Ellos nos
homogenizan, liman nuestras aristas y nos hacen mover como un banco de atunes. Semántica
hueca, sin embargo, que por sí sola no alimenta el alma.
Posverdad llaman a nuestra dolencia. Pero tenemos suerte porque tiene
cura. Una vacuna que ―no podía ser de otra manera―, también está hecha de
palabras. Pero no sólo las bonitas, las de labios carnosos y cuerpo para el
pecado. También las feas, las pequeñas, las sucias y las hambrientas. Las
palabras desarrapadas, las palurdas, las desdentadas, las viejas y oxidadas. La
palabra antigua. La palabra escrita en esos libros que no te dicen lo que
pensar, sino que te enseñan a pensar, aquellas a las que se accede no de un
vistazo, no con un tweet o un impacto publicitario, aquellas que revelan su
significado con una lectura pausada.
Quién lo iba a decir, la cura de la enfermedad del hombre
moderno está en esos artefactos que llevan miles de años inventados. En esos
libros llenos de palabras.