El amor desciende, me dijo
alguien sabio una vez, mientras hablábamos de las relaciones entre padres e
hijos. El amor tiene un sentido y una dirección. Como la corriente de un río. Y
no eres plenamente consciente de ello hasta que eres padre.
Por mucho
que quieras a tus propios padres. El sentimiento que das no es ni una décima
parte del que recibes. Y es así como debe ser, punto. Amor descendit. Y como buen proverbio se
cumple más allá del tiempo, de la condición social, de la cultura, de la raza o
del sexo. Es universal.
“El zoo de papel” es una
joya. Limpia, pulcra, dura, cristalina. El cuento que lo ha ganado todo habla
de el curso del amor y de más cosas. Habla de la identidad que recibimos, y de cómo nuestra
propia esencia se construye con pequeños fragmentos del alma de los que nos
precedieron. Habla de cómo el hombre moderno tiende a laminar las estridencias.
A homogeneizar las variables. A recortar los flecos que no se ajustan a los
moldes.
El hombre
moderno es estúpido. Cada vez que pasa la lija sobre sus aristas se empobrece y
pierde volumen. Se hace más pequeño.
Ken Lui
nos lo recuerda magistralmente. Porque, como el gran escritor que es, tiene el
don de enredar sentimientos potentes en las palabras sencillas. Sin alardes. La
historia de “El zoo de papel” es un
recuerdo y una advertencia. El recuerdo de esa edad donde un tigre de papel
puede ser el mejor amigo y el mejor tesoro. Y la advertencia sobre cómo los
años sustituyen la felicidad por el anhelo de la misma. Envuelta en papel de
regalo, guardada junto a la cajita de alprazolam.