Sospecho
que una de las putadas de hacerse viejo es que con el tiempo tiendes a no
ilusionarte demasiado con las novedades, especialmente cuando ese evento hunde sus
patitas en algún tiempo pasado que inevitablemente fue mejor. En esos casos, demasiadas
veces ilusión y decepción caminan parejos y son directamente proporcionales.
Esto
quizás es un mecanismo escondido en nuestro cerebro, un involuntario papel
tornasol que indica más nuestra edad mental que física, un chip que te arruga,
te envejece y te hace comenzar tus frases conjugando el verbo recordar.
Pero está
ahí, e ignorarlo no arregla las cosas. Solo te hace parecer extraño, presa del postureo, como una estrella de Hollywood
con la piel demasiado estirada. El caso es que con Blade Runner 2049 algo
parecido me ha ocurrido.
Y es que
las alarmas en mi sesera estaban encendidas, pero voluntariamente no quise
percibir las señales. Y el caso es que cuando la película comenzó, la historia
me arrancó una sonrisa. Por la estética. Por la ética. Porque el argumento
encajaba como un guante con la joyita que atesoraba en mis recuerdos.
Pero
siempre hay un pero. Surgen como
setas en el bosque y además a partir de aquí van cargados de spoilers.
Y aquí el pero es enorme y responde al nombre de Harrison. Porque joder, la película va
como un tiro hasta que él aparece. La premisa de la historia ―no quiero
reventarla a algún despistado―, es cojonuda. Y el arco evolutivo del personaje,
de k, es tristemente bello. El amor droide, la soledad, las inevitables dudas
sobre su propia condición y la decepción final son un argumento suficientemente
sólido como para construir encima, otra vez, una obra de arte.
Y
Villeneuve casi lo consigue. Hasta la lucha de hologramas, de los putos
hologramas. Donde k y el agente Deckard bailan como coristas al son de Elvis y
se toman un güisqui.
Vale.
Creo que ya sé por qué no funciona. Y es que al agente Deckard le han otorgado
la humanidad para después arrebatarle todo lo bueno que esa condición supone. Una
vida sin vida. Es una historia triste. Jodidamente triste. Pero Harrison no lo
transmite y te saca de la película.
Y el
final. Aquellos que hemos imaginado los rayos c brillando en la oscuridad junto
a la puerta de Tannhäuser disfrutamos
de este final como lo haríamos de un huevo cocido sin sal. Una pena.
Otra más,
y es que decididamente es una putada hacerse viejo.