Estamos
hechos de silencios. Están ahí, escondidos tras los segundos que preceden a los
cruces de la vida. Hay uno antes del primer beso, antes de la primera falta de la regla y antes
de la llamada al despacho del jefe, de camino hacia la calle. Hay uno antes de
que un boxeador le salte las muelas a otro, antes del gesto torcido del doctor ante
una analítica. El buen lector se alimenta entre silencios. Los creyentes viven en uno gigante, mucho más
grande de lo que la cabeza humana puede procesar, que envuelve a esta roca
superpoblada que llamamos tierra. Existe uno frío, muy jodido, que nos precede
a todos en la cama, antes del sueño. Y otro eterno que llega después. Cuando no
estamos. Esos silencios delimitan un hueco, como el negativo de una foto vieja,
como el interior de un molde de silicona de una escultura antes de pasar por la
fundición. Y es precisamente en ese vacío, en el que la palabra vacío pierde su
significado. Y se llena de fonemas sin fonemas. De palabras sin palabras. De
pedacitos pequeños, densos e invisibles, del hombre sin el hombre. Algunos
buscan su alma y no la encuentran, quizás es porque no la tienen. Quizás es
porque simplemente está hecha de silencios.