Stanislav
ha muerto treinta y cuatro años después de salvar el mundo. Estamos
acostumbrados a los superhéroes. En el ideario colectivo un superhombre es un
tipo embozado, embutido en licra (puede que con capa, puede que sin ella) que
básicamente usa sus habilidades extraordinarias para darse de hostias contra
todo villano, extraterrestre o droide que quiera destruir o someter a la
tierra.
En el
ideario colectivo un superhéroe otras veces tiene una estética elegante, de espía
con licencia para matar, un tipo que conduce deportivos, que siempre charla un
rato con su enemigo antes de aniquilarlo, que viste trajes caros y relojes
caros, alguien guapo, alguien jodidamente guapo, con la dentadura perfecta, músculos
en los músculos y una supermodelo colgada del brazo.
Uno se
pregunta porqué el ideario colectivo siempre está tan lejos de la realidad.
El 23 de
septiembre de 1983 uno de los radares rusos que monitorizaban el cielo americano
se volvió loco. Y detectó desde un bunker en las cercanías de Moscú un
inexistente ataque nuclear al otro lado del atlántico. Esos radares estaban ahí
precisamente para garantizar la destrucción mutua. Para que, llegado el caso,
los misiles se cruzaran en el cielo, hacia uno y otro lado antes de mandar al
carajo al homo sapiens.
Pero hubo
suerte. Salió cara, porque Stanislav era quien miraba el monitor. Un tipo con
la mente suficientemente amueblada como para no hacer nada. Porque a veces los
superhéroes no saltan. No vuelan. No lanzan rayos. A veces simplemente piensan.
Y
Stanislav pensó. Y le extrañó que la poderosa industria militar americana
iniciara una guerra nuclear con sólo cinco misiles. Y no hizo nada. No descolgó
el teléfono. No apretó el puñetero botón rojo con la calavera pintada. Simplemente
esperó y se pasó la cadena de mando por el arco del triunfo.
Por
supuesto eso le costó caro. Por supuesto salvó al planeta, pero eso es un
detalle mínimo cuando la obediencia debida está en entredicho. Sólo de
casualidad, una vez caído el telón de acero, el mundo se enteró y pudo agradecérselo.
Stanislav
Petrov ha muerto hoy en un humilde apartamento. Con la cartera vacía, agujeros
en los calcetines y una caja de cartón llena de medallas.
Está bien
que le recordemos y que conozcamos su historia.
Aunque
tan solo nos sirva para estar atentos, para saber cuándo el ideario colectivo
nos la quiere meter doblada.