Hay una habitación interior,
empapelada con recuerdos, alejada de un mundo que sigue girando a pesar de
todo, en la que se esconden los veteranos en el desastre. Para lamerse las
heridas. Para poder recoger con calma los pedacitos de sus almas, e inútilmente
intentar reconstruir el puzle. Pegando los trocitos de nuevo, con un adhesivo
que sin embargo no parece ser del todo efectivo.
No
pueden, porque la guerra no sólo hace trizas el interior de los hombres, sino
que también esconde algunos de los fragmentos resultantes, los más importantes
de hecho, aquellos sobre los que se sustenta todo, los pilares de la cordura.
Morir
en primavera es una gran novela, que nace de ese germen, desde los silencios de
una vida y una vejez, desde los espacios en blanco detectados por un hijo en el carácter de su padre. Es también un
excelente libro sobre la pérdida de la inocencia, más que perdida extirpación,
en la generación de gente tan valiosa como Günter Grass o el mismísimo papa
Ratzinger. Muchachos a los que, con dieciséis años, apenas entrados en la
adolescencia, se les movilizó y se les exigió morir y matar para mayor gloria
de la bestia. De una agónica bestia.
Morir
en primavera de Ralf Rothmann es también una obra sobre la amistad. Sobre ese
tipo de amistad que por fraguarse en las primeras etapas de la vida es
indestructible y parece clavar sus cimientos en lo más profundo de las
personas, parece elevarse sobre la tragedia o el futuro incierto cumpliendo una
función esencial en la inestable vida de todo adolescente, la de buscar
compañeros de viaje que te ayuden a entender un mundo extraño.
Una
buena novela, en definitiva, bellamente editada por libros del asteroide, que
desde aquí me permito recomendar a todo el que quiera escucharme.