Uno
se pasa media vida escribiendo, juntando
letras, contando historias, de forma más o menos lograda, de forma más o menos
profesional, por afición, por locura, por necesidad.
Uno
se pasa media vida leyendo, juntando letras, admirando historias, construyendo
castillos en la sesera, llegando al final de los libros, de las series, de las
películas, unas veces con gozo, otras con pena, con alivio o con odio. Pero siempre atento a la palabra, al poder de
la palabra que se transmuta, que construye el hilo, la madeja tras la que llega
la red que me atrapa, el polvo tras el que llegan los lodos que me cubren.
Uno
hace eso con paciencia, poco a poco, porque en esto de la literatura las cosas buenas
se construyen lentamente, es lo que tiene crear un mundo, unos personajes, dar
la vida y la muerte en siete días o siete años, o en siete milenios, convertirse
en diosecillo de pacotilla lleva su tiempo. Es así.
Pero
luego está la realidad. Luego está la fotografía cuando es buena. Presta a
arreglarte la mañana para emocionante y a joderte la noche, por comparación, en
ese ratito que las sombras te acosan, antes del sueño, porque en la fotografía,
cuando es buena, se condensa todo, pérdidas y ganancias, decencias e indecencias,
para explotarte en la cara, y contarte aunque no quieras, una vida en un
segundo.
No
sé mucho de esta foto. Apenas el nombre del fotógrafo (Jeosm), o el magnífico
libro que la contiene (Sacrificio). No quiero saber mucho más. Prefiero mirarles
a la cara a los protagonistas y ya me lo cuentan ellos.
Ahí
están, con los ojos cerrados, los hombres del sacrificio, víctima y verdugo,
desencajando sus caras, cuerpos y dientes, desencajando su alma, repartiendo y
recibiendo dolor, músculo, piel y huesos transmutados en piedra, construyendo sin
quererlo metáforas perfectas de la vida para escritores perezosos.
Ahí
están, con los ojos bien abiertos, el resto, el mundo cruel. Nosotros. El
árbitro como un extraño sacerdote tatuado, oficiando, el público en éxtasis, en
comunión perfecta con la sangre, con el sudor, con las lágrimas. Todos
encerrados, todos capturados, todos mostrando sus vidas imaginadas, en un
descuido perfecto. Sin tramas, sin capítulos, sin guiones, sin argumentos, sin
metáforas chungas, sin nudos y desenlaces.
Atesorando
mil palabras por cada gesto, por cada hostia, por cada mirada.