Hay un aura atractiva
alrededor de los malos de las novelas, de las películas, una especie de rayo
tractor, de carga polarizada que nos atrae a todo lector civilizado y temeroso
de la ley, que vemos quizás en el lado oscuro, en el reverso tenebroso, una
imagen en negativo de nosotros mismos, un destello del pequeño monstruo que
habita escondido en cada ser humano.
No hay una buena novela
sin un buen malo, y quizás por eso es inevitable encumbrar al maldito, al
mafioso, al buen ladrón o al traficante, y otorgarle cualidades tremendamente
cinematográficas, actitudes como la valentía, el honor, la lealtad o la
rebeldía, los humanizan, justifican y redimen, en última instancia, su
comportamiento antisocial.
Hace algún tiempo, “Los
Soprano”, para muchos una de las mejores series de todos los tiempos, dio en el
clavo precisamente al hacer eso; al despojar de mitología al mafioso, al
humanizar al hijo de puta, al traerle de vuelta al mundo cruel, dejó bien a las
claras las miserias de los miserables, que llegados a este punto, el de la puta
realidad, no son ni valientes, ni honorables, ni rebeldes, dentro, en sus
tripas no tienen más ideales que los que llegan con la codicia, y mierda.
Mierda a punta pala.
Envuelta, decorada con ropas caras, con vehículos horteras de potentes
cilindradas. Pero mierda al fin y al cabo.
Fariña va de eso, y por
eso me ha gustado, es un libro currado, con docenas de referencias a alijos y a
delincuentes en las que es fácil perderse, pero que resume a las claras toda la
estructura social, política y económica que se ha montado encima del trasiego
de un alcaloide.
Y no se queda ahí.
Porque detrás de ese negocio. Por encima, por delante y por debajo hay gente
que sufre las consecuencias, políticos, jueces, fiscales, guardias civiles, narcos, yonkis, madres de yonkis y
consumidores esporádicos. Pero también la sociedad entera, que se da la vuelta,
en silencio, que coloca las costuras por fuera y premia al miserable, que se
olvida del esfuerzo, del puto esfuerzo que supone sacar un trabajo adelante sin
tener que hundir la vida al prójimo.
Es un libro valiente,
que por momentos me ha recordado inevitablemente a “Gomorra” de R. Saviano,
lleno de anécdotas, de datos, pero también con esa carga de profundidad, esa
llamada de atención a la sesera del lector, que ha de tener todo buen libro.