La
fotografía del lechero es una de esas imágenes míticas, muy potentes. Capaz de
condensar una idea, un determinado carácter de un pueblo, y darlo vida entre
sombras y luces. Una imagen imperecedera, por desgracia, que salta el tiempo,
el espacio, y vuelve a ser reflejo de una realidad que no muere, la de la
violencia del hombre contra el hombre, que tan sólo parece reciclarse, tan sólo
parece desaparecer para resurgir de nuevo, con el tiempo, engañándonos a todos,
como un virus incubado, como una espora enterrada en esos lugares oscuros del alma
humana donde nunca llega la luz, donde nunca llega el oxígeno.
Es
una imagen potente porque consigue transmitir sin eslóganes ni letras, sin
discursos ni palabras altisonantes una realidad, una certeza a veces olvidada.
Una certeza que es como una montaña. Difícil de ver mientras la escalas,
imposible para el que no tiene perspectiva, para el que no mira en su conjunto.
Pero inmensa, imperturbable y estática.
La
fotografía del lechero es un montaje. Cuentan los que saben de esto que Fred Morley,
el fotógrafo, se echó a las calles londinenses el 9 de octubre de 1940 en el
que hacía el trigésimo segundo día la campaña de bombardeos alemana sobre la
capital, el mismo día en que una bomba impactó de lleno contra la catedral de
St Paoul sin llegar a explotar. Era un momento de pánico colectivo, de dudas y
de futuro incierto. Era un momento de censura, en el que todas las fotografías
que olieran a derrotismo acababan con una gran aspa roja en un cajón. Y
precisamente por eso, el bueno de Morley le pidió a su ayudante que se vistiera
con el uniforme de un lechero asustado y que paseara por la calle, entre los
escombros.
Da
igual. Propaganda o no, la imagen es inmensa por el mensaje. Por ese que apela
a la gran certeza, a la gran montaña. Puede que algunos cabrones de mente
enferma extiendan un manto de horror, pero lo que es seguro es que,
al día siguiente a la tragedia, los hombres civilizados apagarán el fuego, recogerán
los escombros, ayudarán a los heridos, repartirán la leche y llorarán a sus
muertos.
Y
seguirán viviendo sus vidas exactamente de la misma manera, ajenos a las
alimañas, desde lo más profundo de la gran certeza, desde lo más alto de la
gran montaña, como hombres libres, como hombres iguales, porque no están, no
estamos dispuestos a hacerlo de otra manera.