Hay
una edad para cada cosa, hay una edad en la que el tiempo pasa despacio, al
principio, y otra en la que pasa a toda hostia, días y semanas en un pestañeo,
meses y años en un chasquido de dedos, media vida en un clic, entre el sutil
espacio que separa el relámpago del trueno.
Hay
una edad, en la que te empiezas a dar cuenta de la gran broma que es esto de
respirar, en la que te das cuenta de que la realidad y la fantasía son como
partículas cargadas con el mismo signo, se cruzan, se chocan y automáticamente
se repelen.
Hay
una edad para soñar, hay otra para espabilar, para madurar, quitarte las
legañas de los párpados y apretar los dientes. Entre medias de esas dos edades,
en mi caso, sonaba en mis oídos la voz de Chris Cornell.
Tiempo
de greñas, de walkman, de granos, de zapatillas viejas y de futuros poco
claros, tiempo en el que se cocían los adultos del presente no en agua, sino en
Mahou cinco estrellas, tiempos en los que la voz de este tipo se te metía en
las tripas y el corazón, y te hacía cantarlo a coro, tú y el mundo, tú y los
colegas, en el camino, en tu guarida, en el bar de la esquina, en el autobús,
en el baño.
Tarareando,
acompañado por su timbre característico, en días eternos, reverberando por los
parques, por los sueños imposibles, banda sonora de una generación, la mía que
nunca supo muy bien qué cojones hacer con su vida.
Hay
un tiempo para madurar, para criar, para hacer que el amor fluya, hacia abajo,
de padres a hijos como ha hecho siempre. Hay un tiempo para quedarse calvo,
para lucir canas en la perilla, para engordar, respirar y pelear contra el
olvido, hay un tiempo para que los ídolos de la juventud palmen. Para que sus
voces suenen, con suerte, un par de veces en tus recuerdos.