Hay un loco en la Rue Jacob.
Camina bajo la tormenta empapado, porque el hombre mojado no le teme a la lluvia,
porque el hombre desquiciado no le teme a la vida. Habla francés con acento
extraño y arrastra sus pies descalzos por el adoquinado, chapoteando sobre sus
tobillos mugrientos. Ríe, más que risas carcajadas, con un punto sardónico, de
disfrute. Y murmura, señalando al cielo, susurrando al agua palabras inconexas
en todas las lenguas de la tierra. Merodea el café de los bajos y habla con las
prostitutas, con los bohemios, y otras gentes de vivir torcido. Los riega con frases
que nadie escucha, que se mezclan con diluvio universal y les advierte.
El final está cerca.
Llegado el momento. El agua del
Sena se desborda. Crece sin medida y reclama un hueco, un camino olvidado. La
crecida casi se lleva al loco, le obliga a refugiar sus andares destruidos de
la corriente, mientras entra el líquido elemento en la librería de volúmenes
antiguos, irrumpe más bien, rompiendo las puertas, anegando los sótanos y
liberando las letras de sus ataduras terrenales.
Flotan los libros y navegan calle
abajo, junto al pirado que se aferra a una farola. Junto al borracho verde por
dentro y verde por fuera, que preso de la verdad absoluta impresa en los ríos
de absenta, grita.
― ¡Y las palabras se convirtieron
en río! ¡Y regaron los campos de letras, arrasando al necio, dando de beber al
sediento y permitiendo a las semillas del verbo crecer! ¡Y los hombres
inquietos llenaron su alma de historias, y sobrevivieron aferrados a su luz, en
la noche eterna!