―Morir
sobre la tierra que te vio nacer es un lujo para nosotros ―dice el viejo Carrión,
con tono tranquilo, parsimonioso, mientras se ajusta el peto del coselete y protege
su sesera con el morrión―simplemente llegar a viejo lo es.
Los
hombres miran, escuchan atentos, se santiguan, rezan y se encomiendan al cielo.
Asienten. Uno no recorre medio mundo para palmar en la cama, entre sábanas
limpias y atendido por una familia doliente, no, uno se apunta a estas cosas
para matar infieles, para matar piratas, para espichar haciendo fortuna por
Dios, por el Rey y por su puta estampa, por quien toque, pero jodiendo,
apuñalando, rajando y destripando, meando cada noche en una selva nueva,
descubriendo cada día un nuevo culo del mundo conocido que reclamar para mayor
gloria de su majestad. Eso ya lo saben. Son perros viejos, todos ellos, hombres
lagartos los llaman los Ronín, mitad pez, mitad reptil, pero qué más da el
apodo del tercio, son piqueros, arcabuceros y rodeleros, no más de cuarenta, bajo
el mando de un anciano. El anciano con más pelotas de todo Filipinas.
Ellos
aparecen. Son muchos, cientos, mil quizás, mejor no contarlos, los samuráis sin
señor, los ronin, los ashigaru, los piratas. Un puñado de ellos lucen armaduras
muy ornamentadas, largas katanas de filo labrado. Son orgullosos, prendados de
la arrogancia que otorga el número. Descienden de sus champanes hasta la playa
fluvial del río, hablan con el viejo.
Piden
oro.
Parlamentan
los wokou de Tay Fusa, quieren plata por irse, para saldar sus deudas, para
hacer que tanto expolio de campesinos y pescadores no haya sido en vano, eso o
atacan, dinero o sangre, proponen. Somos más, sugieren, así que ya pueden
ustedes ir aflojando.
El
viejo escucha, se mesa la barba blanca y piensa en su patria, ocre, azul y
fría. Seca y áspera castilla. Tierra que huele su vejez y le reclama, le ofrece
un huequito en su seno, pero en una tumba a la que nunca volverá, porque ya
está demasiado lejos.
―He
recorrido medio mundo para esto ―dice Juan Pablo de Carrión al iluso pirata―.
Para morir aquí, para que mueras conmigo.
Después
sonríe, en las tierras de Felipe II sobra la sangre y falta la plata, se da la
vuelta a los suyos y desenvaina la espada.
―Preparen
los sacres y la media culebrina ―dice―. Echad sebo a las picas.
Y
atacan. Cerca de seiscientos japoneses se lanzan sobre las lanzas intentando
hacer brecha, un huequito por el que entrar y degollar a todo lo que viva o
colee, pero no pueden, las picas los ensartan, los mantienen a una prudente
distancia mientras los arcabuceros los disparan a bocajarro y los rodeleros los
apuñalan.
Una
y otra vez. Sin prisa, sin pausa, una andanada tras otra empapa de sangre la
rivera, tiñe de rojo el rio marrón, nubes de humo y metal caliente, truenos de
mentira, plomo, vísceras y gritos, encomiendas a dioses ciegos y honores rotos.
Y un bando en desbandada.
Al
terminar el día, no queda nada de los piratas. Sólo treinta hombres cansados
que lloran a sus muertos y se lamen sus heridas, y un viejo capitán con una
tumba lejana, aún vacía, que aún no sabe que ha escrito un pedacito de
historia.