En ocasiones, hay charlas que no mantienes, frases que deben
ser dichas y escuchadas pero que sin embargo, no sé muy bien porqué, quedan en un
baúl junto con el resto de las palabras nunca pronunciadas, de
los diálogos nunca sostenidos; a veces hay personas desconocidas a
las que sientes que les debes algo, gente que por puro azar se cruzan en este
mundo contigo, tipos a los que, por falta de tiempo, por cansancio, vergüenza, egoísmo o simplemente por no ser el
momento adecuado en el lugar adecuado, ves llegar y marchar sin abrir la boca,
enmudecido, sustituyendo la conversación necesaria
por un gesto triste, un labio mordido y quizás un “me cago en mi puta estampa” dicho por lo
bajini hacia el cuello de tu camisa, donde nadie puede escucharlo.
Hace unos días, este universo entrópico puso frente a mí, en mi lugar
de trabajo, a un muchacho muy joven, delgado, alargado como un día sin pan, y de gesto cansado, que, acompañado de un hombre mayor, probablemente era su padre, se
presentó con un libro bajo el brazo.
―Hola, soy
escritor ―me dijo, enseñándome un ejemplar grueso, con una portada de esas que
prometen dragones, orcos y mazmorras en el interior―. ¿Quieres comprarlo?
Tras la sorpresa inicial, y la pena siguiente, un millón de frases surgieron en mi cabeza, frases que hablaban sobre
la dictadura de la página en blanco, sobre los personajes
que viven y mueren sólo en tu cabeza, y sobre la
desesperación que llega después, tras la tinta que nadie nunca lee, tras la tinta que nadie
nunca escucha.
Frases que trataban de este
oficio y de los extraños mecanismos que hacen al escritor
vivir cuadrando el círculo, vivir subiendo eternamente una
montaña.
Tristemente sustituí esas frases
con un simple no. Dos letras amargas, fáciles de
pronunciar y de escuchar, pero densas y tóxicas como el plomo.
Quizás tendría que haber
hablado, tendría que haber aconsejado, advertido al
muchacho sobre lo que hay, sobre lo que le espera, haberle comprado y preguntado por su
obra, por su sueño, por cuanta pasta le habían sacado los piratas de parche en el ojo y sonrisa afilada
por llenar su casa con palabras impresas que él ya se sabe
de memoria.
Quizás tendría que haberle
hablado también de los decentes, de aquellos que
saben escuchar, que saben leer y saben aconsejar, justos en Sodoma, difíciles de encontrar pero que esperan ocultos en la red a ser
descubiertos sólo con un poco de suerte, sólo con un poco de paciencia.
A veces uno habla cuando debe callar y calla cuando debe
hablar. Sirva esta entrada para disculparme con aquel muchacho desconocido.