Parte I
Azul y reluciente paraíso
I. –
Abel mira
hacia el cielo, o al menos hacia el lugar donde debiera estar el muy cabrón,
azul y reluciente paraíso, allá arriba, tras las nubes y la niebla, la maldita
niebla mañanera, es un día de invierno tardío de ésos que hielan las
pelotas y el alma, por ése orden, primero
las pelotas, luego el alma, piensa Abel, mientras se frota las manos bajo
la capa e imagina a su hermano rodeado de angelitos, con las alas extendidas,
dándole palmaditas en la espalda y a San Pedro abriendo de par en par las
puertas del lugar, todo precioso, arpas, coros y demás parafernalia, gente
rubia, gente limpia, Abel sonríe, después tose, sorbe los mocos y construye
poco a poco un gargajo en su garganta, denso y de colores, piensa de nuevo en
el bendito y afortunado santurrón, está
mejor muerto que vivo y después hace el amago de soltar el lapo, pero se
contiene ante la mirada inquisidora del cura, paladeando obligado el salivazo
medio minuto más, hasta que en un descuido del Pater lo suelta disimulando, al
lado del fiambre, pensando no pasa nada,
seguro que eso a él no le importa demasiado.
Mal momento
para morirse, si es que hay alguno bueno, justo antes de que cante la calandra,
antes de que responda el ruiseñor, antes de que los enamorados sirvan al amor,
justo antes de que los almendros se pinten de blanco y a los muy cristianos
habitantes de éste lado del planeta tierra se les revuelvan las tripas pensando
en la mujer del vecino, uno debe morirse
siempre en invierno, es lo decente,
es lo justo, Abel se dice a sí mismo y respira envuelto en palabras,
verborrea imposible de contener que ataca por los cuatro costados como
mosquitos en el río, adjetivos y adverbios que zumban y pican, escuecen; Abel
mira al Pater intentando ocultar un bostezo, estudia al santo varón con
detenimiento, aparentando estar muy atento a sus palabras, está viejo, rojo de
ira y de tinto joven, abre la boca y pronuncia contundentemente, con una
perfecta dicción que sólo patina en la eses, capaz de diseccionar de un
lengüetazo al más terrible de sus enemigos, habla el cura, predica y salpica,
amenaza y extiende de vez en cuando el dedo tieso, apunta dispuesto a disparar;
pum, pum, pum, hay que joderse; Abel
sabe que las palabras y los dedos tiesos matan más que los rifles y sin
demasiado esfuerzo cierra los ojos y hace que su hermano Manuel reviva en su
memoria, el mismo que ahora luce su el careto lívido y la pata estirada, el
mismo que yace a sus pies dispuesto a criar las más bellas malvas de la
provincia, el único hombre bueno del pueblo, el único tipo decente de la
comarca, estas con Dios pedazo de
gilipollas, si tú no lo estas, el cielo debe ser un lugar bastante poco
concurrido; suelta Abel por lo bajini, y curiosidades de la vida, debe ser
el rigor mortis pero el finado parece haberlo escuchado; sonríe, dispuesto a
levantarse de nuevo, siete años después en el mismo sitio, cual Lázaro cojo con
cara de gilipollas, dispuesto a mandar al infierno a todos, presto a tropezar de
nuevo en la misma piedra.
Abel recuerda
perfectamente, y mientras le retenga en su memoria, Manuel no estará del todo
muerto, levanta la mirada y la detiene en los agujeros de bala de la pared, aún
en su sitio, al lado del ciprés bajo el que descansa medio pueblo, unos
ordenados y alineados en cajas de pino y otros revueltos, apiñados, que para
eso inventó Dios las fosas comunes, aparece ahora en su retina recortado por la
luna, de pie, fusil en mano mientras el Pater reparte extremaunciones mucho más
joven, con más pelo y menos arrugas, y Cándido, el teniente de la guardia civil,
pone en fila al personal en dos líneas, dispuestos a matar y a morir, hay que hacer bien las cosas, dice de
nuevo el muy cabrón, profesional hasta la médula mientras amartilla su Astra
ante las miradas de pánico de aquellos que aún no tienen lo ojos vendados;
recuerdos peligrosos, que confunden dos líneas temporales, dos líneas de
personas y un único lado que sigue respirando, Abel se estremece, recuerda a
Manuel alucinado mirándole fijamente y negando con la cabeza, diciendo de
repente “no, no, no, yo a ésa gente no la
mato” y al propio Abel disimulando, a punto de el colapso, susurrando, “calla la boca subnormal, o los matas o te
unes al grupo”; así es la vida, unos matan y otros mueren, unos comen y
otros son comidos por los gusanos, Abel recuerda, y cuanto más recuerda más
ganas tiene de gritar, de salir corriendo del camposanto a beberse un trago
largo en honor del capullo de su hermano, rememora sus palabras y por un
segundo parece que las escucha de nuevo, como si hubiesen dado la vuelta al
mundo, como si hubiesen llegado al punto de origen siete años después para
volver a colarse entre sus tímpanos “si
me tiene que matar que me maten, pero yo no fusilo a ésa gente”, y el muy
idiota suelta el fusil, lo tira al suelo pero como es de noche nadie lo ve,
mientras a Abel se le arrugan las tripas y por primera vez en su puñetera vida
piensa rápido, al ver que el teniente les mira de reojo, antes de que tenga que
dar explicaciones apunta a la pierna de su hermano y le mete un tiro limpio
entre las carnes y el hueso.
Un disparo
antes de tiempo, una salida en falso para un pelotón nervioso, alguien grita, “fuego a discreción”, y docenas de
pequeños truenos iluminan la noche de verano, los hombres en fila caen, su
sangre estalla y salpica la tierra, los cuerpos se doblan y escupen su último
aliento entre las tumbas de sus antepasados.
Abel aprieta
los dientes, al recordar el careto de Cándido tras el ametrallamiento, al
preguntar quien coño ha disparado a Manuel que se retuerce de dolor en el
suelo, “ha sido el imbécil de su hermano,
que no sabe poner el seguro al rifle”, Abel resopla, ahora recuerda el chasquido de su nariz al recibir el
puñetazo de la autoridad competente.
– Y maldita sea mi estampa, que martiricen mi cuerpo
y machaquen mis entrañas, que me arrojen desnudo a predicar la palabra de Dios
en las Nínives del Este si resulta que el Señor no es capaz de acoger en su
seno hasta el último y miserable bastardo del planeta tierra, hasta el último
de los cobardes que han dudado de su infinita misericordia, que han quebrado
sus promesas y principios, que no han atendido a su santa palabra…
Abel bosteza,
se rasca la barba mientras los ojos del viejo se clavan en él, hacen sangre y
detienen el sermón el funeral oficiado para dos sepultureros, un pariente y un
fiambre.
– Pedazo de animal, miserable rata, nieto, hijo y
hermano de cobardes suicidas y mujeres públicas, ¿te aburro?, ¿resulta quizás
demasiado tedioso el funeral de tu propio hermano?...
Abel tarda en
darse cuenta, las palabras llegan lentas pero seguras, casi por instinto se
yergue y se cuadra, nervioso activa el tic de su ojo derecho, imparable,
abriéndose y cerrándose a mil por hora y casi saluda militarmente al cura, mientras
busca una respuesta, una que le permita aplacar la ira de Dios.
– Discúlpeme Pater, estaba pensando.
– ¿Pensando tú?, válgame Dios, si eso es imposible,
¿y se puede saber que demonios se pasaba por tu cabeza de chorlito?
– Estaba pensando en el día en que dejé cojo al
Manolo, ¿se acuerda?, en el panadero, en el médico y en los hijos de Simón,
joder Pater, me estaba acordando de el día en el que los matamos a todos.
Al Pater se le
cambia el tono rojo de la cara, por uno mucho más blanquecino, que le asemeja
al cadáver que tiene delante, el viejo ahora parece más viejo, con la verborrea
que le manaba desde la garganta como una fuente inagotable seca de repente y
mudo por la gracia de Dios, al final suelta un lacónico…
– Eran gente peligrosa, tenía que hacerse…
– Ya Pater, así es la guerra, yo solo pensaba en algo más sencillo.
– ¿En que?
– Que desde que matamos al panadero, el pan es una
mierda en este pueblo.
El cura calla,
suspira, se sacude el polvo de la sotana y asiente, sin decir nada enfila la
salida del cementerio, un segundo antes de pisar el camino al pueblo se gira,
por fin dice:
– Hay recuerdos que están mejor enterrados en la
sesera.
– Sí, Pater.
– Paga al sepulturero, yo éste entierro se lo doy
gratis al cojo.
Abel se gira,
echa un último vistazo al hoyo antes de que “el malvas” y su chaval se afanen
en tapar el hueco, en plantar la lápida, piensa, tienes suerte santurrón, por lo menos tienes a alguien dispuesto a
pagar tu entierro.
El Malvas
acaba y deja que su hijo remate el asunto, le suelta una colleja y le dice, nene no curres tanto, después se seca el
sudor de la frente y se acerca a Abel con la mano extendida, cobra y silba una
melodía extraña, antes de irse Abel escucha al muchacho cagarse en los muertos
de su padre entre dientes, dejándole a solas con su hermano; cuando se han
largado se sienta sobre la lápida recién puesta, abre su zurrón del cojo y encuentra
un libro, un trozo de chorizo seco, un mendrugo de pan duro y una botella de
anís del mono, pega un trago y come algo, derrama un poco sobre la tierra
removida, a tu salud santurrón, descansa
en paz con tus gusanos, seguro que son más agradables que los hijos de puta que
dejas acá arriba.
Este es el relato corto a partir del cual surgió la novela "No quedan hombres justos en Sodoma" si te gusta y te apetece leerla puedes descargarla completa aquí