El verano de 1917 un sindicalista
minero llamado llamado Frank Little llegó a la ciudad de Butte, en Montana, con
la intención de organizar una gran huelga contra la Anaconda Copper Company, empresa
que por aquel entonces ejercía un poder absoluto sobre la región.
Little era, al parecer, un tipo
seguro de sí mismo, de mentón ancho y risa potente, curtido en su trabajo. Con aire de boxeador
antiguo puso el pie en el pueblo, desafiante, dispuesto a liarla, consciente de
su fama y riéndose ante las advertencias y amenazas; sin embargo, poco duró el señor
Little, ya que menos de un mes después de su llegada un grupo de seis matones
entró una noche en la habitación de su hotel y lo sacaron a rastras hasta la calle, donde literalmente lo mataron a palos.
Su cuerpo apareció colgado de un
poste del ferrocarril, con un cartel pegado al pecho en el que se detallaban los nombres de
otros líderes sindicales junto a la frase “primera y última advertencia”; nunca pillaron a los asesinos,
aunque todo el mundo señaló como responsable a la empresa de detectives
Pinkerton, auténticos especialistas en reventar huelgas a principios de siglo; Dashiell Hammett pertenecía por aquel entonces a Pinkerton, y era uno de esos angelitos
que a diario perseguía, apaleaba, espiaba y amedrentaba a todo lo que oliera a rojo
o sindicalista, algo curioso, dado que muchos años después el propio novelista pisaría la cárcel por el mismo motivo.
El caso es que Dashiell, siendo
ya un escritor consagrado, admitió que por aquellos años alguien le ofreció
cinco mil dólares por unirse al grupo que mató a Little, oferta que por
supuesto rechazó.
Quien sabe, quizás Hammett
conoció a los asesinos, quizás eran compañeros de borrachera o quizás se lo
inventó todo, lo que es seguro es que mientras colgaban del pescuezo a Little,
en la sesera de Dashiell Hammet ya estaban bien sembradas las semillas de la
cosecha roja.