El dos de julio
de 1984 Karel Soucek cumplió con su extraño sueño, lanzarse metido en un barril
desde lo alto de las cataratas del Niágara; Karel, por supuesto, había hecho
antes un millón de cálculos y unos cuantos lanzamientos no tripulados, y estaba
convencido de que su artefacto, un gran barril rojo pintado con la frase “El último
de los temerarios del Niágara” era capaz de absorber los impactos de la caída
sin dejar su cuerpo reducido a pulpa. Estaba en lo
cierto el canadiense, ya que la gran catarata le engulló y le excretó con vida,
con cortes en la cara y un brazo dislocado, pero vivo y coleando.
El problema vino después; tras saborear las mieles del éxito, el aventurero decidió hacer carrera de su
inconsciencia y el año siguiente decidió repetir, sólo que cobrando, llenó el
Huston Astrodome en Texas y ante una multitud expectante, se dejó caer a una
piscina con agua desde unos sesenta y cinco metros de altura.
Pero ésta
vez falló, o la piscina era muy pequeña, o el barril muy grande, el caso es que
en vez de aterrizar sobre el agua, el hombre se comió el borde muriendo
casi instantáneamente, un destino por otra parte, más que previsible para el último
de los temerarios del Niágara.