Cuando el
viejo Ernst abre los ojos, una imagen difusa intenta reordenarse en su cerebro,
blanco en movimiento sobre una negrura infinita, ni frío, ni calor, ni dolor,
ni placer, solo vacío, un cuerpo suspendido entre dos mundos por una cuerda
invisible, una marioneta inerte preguntándose donde está el titiritero; unos
segundos que parecen años y de repente… ¡crack!, el hilo se rompe, la gravedad
actúa, Ernst se estrella contra el suelo, un golpe seco sobre un manto mullido,
blanco, helado.
Respira, el
aire congelado resquebraja sus pulmones,
duele, intenta gritar, expulsar ese oxigeno maldito que le esta trayendo de
vuelta al mundo de los vivos, lo consigue, pero detrás de cada aliento viene un
latido, y detrás de cada latido un movimiento.
Duele, sin duda estás vivo.
Gime, toma
conciencia de su situación, el cielo ha parido en mitad de ninguna parte, el
viejo ensangrentado es un lindo bebé recién nacido, gira la cabeza y se observa
cubierto por un molde de nieve, intenta mover una mano, lo consigue, intenta
mover los dedos de sus pies, es inútil, piensa;
llega a la primera conclusión lógica del día, casi estás de una pieza, maltratado y magullado, casi de una pieza, como un zombi
del ártico, comienza a girarse torpemente, flexiona las rodillas y se queda a
cuatro patas, se arrastra, mira a su alrededor y saluda a un par de caras
conocidas calcinadas, fuego, nieve, y el enorme esqueleto de una ballena
metálica despanzurrada.
Observa sus
manos, aterido de frío estudia sus dedos azulados e insensibles,
progresivamente inútiles, intenta abrocharse el uniforme, no puede, no es un
tipo listo pero llega a la segunda conclusión lógica del día.
O te calientas o mueres.
El viejo
estudia la situación con todo el detenimiento que su cerebro embotado le
permite, no queda demasiado del avión que minutos antes le alejaba del
infierno, este se ha partido en dos mitades, la primera y mas cercana a él, aún
arde como una tea, la segunda, la cola, está incrustada en vertical sobre la
estepa, como la torre de un castillo sin princesa pero con muchos fantasmas, decide
acercarse a la cabina, es un horno que puede reventar en segundos, Ernst no
detecta la ironía de morir abrasado a treinta grados bajo cero, ni falta que
hace, se levanta, camina dos pasos y se estampa de nuevo contra el suelo,
gatea, a medio camino entre la cremación y la hipotermia se detiene, recupera
el aliento y el calor corporal, la sangre retoma el camino por sus arterias,
devuelve la vida a sus extremidades.
Grita, aúlla,
se caga en las madres de Stalin, Hitler y Goereing, se pregunta donde demonios
hay una mísera manta.
El viejo
Ernst no llega a veintidós años, no piensa cumplir veintitrés.
-Ahora no.-Se dice.
La ventisca
apaga rápidamente su única fuente de calor y de luz, tiene que estar
continuamente acercándose a la chatarra incandescente para encontrar un pequeño
equilibrio en la temperatura, sabe que eso no va a durar demasiado, mira su
uniforme azul, está blanco, mira su piel blanca, está azul; la pradera se ha
llenado de muertos que parecen setas, seres rápidamente petrificados por el
frío, adoptando extrañas y grotescas posturas, carne asada y congelada mirando
al cielo con caras de incredulidad.
Se centra,
con la vista alcanza un bulto intacto, una enorme caja metálica y cerrada con
llave, imposible abrirla, da
puñetazos, patadas y al rato se da cuenta que lo único que consigue es tocar el
tambor en medio de un desierto helado, no se da por vencido, busca una
herramienta y la encuentra, una P38 medio calcinada y con una bala en la
recamara que hará de llave, amartilla y dispara, el fogonazo le hace darse
cuenta que es de noche, el eco de la explosión le hace sentirse mas solo que la
una, la bala penetra y revienta el candado.
Una segunda
caja espera dentro de la primera, Ernst ríe, recuerda las típicas muñecas de
madera rusas, las que se guardan una dentro de otra, tiene una doble S grabada
en un lateral, está claro a quien pertenece; saca el bulto, lo arrastra por la nieve, se abalanza
sobre él como un animal en celo en plena cópula, un trozo de acero sirve de
palanca, con el primer golpe se levantan astillas que se clavan bajo sus uñas
pero no siente dolor, la madera es resistente, él testarudo, embiste por
segunda vez, el continente cede y muestra el contenido, una mezcla de serrín y
cientos de pequeñas piezas doradas se deslizan hacia el suelo, tintineado y
brillando en la oscuridad, con torpeza, recoge una de ellas, la limpia, la
observa alucinado, un diente de oro reposa en la palma de su mano gritando
¡eres rico muchacho!
Asquerosamente
rico.
Oye motores
en la lejanía, viene el amigo Iván, se presenta una tercera conclusión lógica
de ésta situación.
Viejo, de aquí no sales vivo.
Aguanta,
arrastra sus pies hasta el siguiente bulto y desde éste al siguiente, de muerto en muerto y tiro porque me toca, cada
vez más lento, cada vez más torpe, por fin se arrodilla y mira al cielo; primero
maldice, después ruega, reza, y sus oraciones se convierten en escarcha, hasta
que sus ojos ateridos reparan en un cadáver, inmenso, como un oso polar tumbado
panza arriba los restos de un orondo oficial
SS se presentan como una última
opción; el bicho está
embutido en un enorme abrigo de cuero con el que un sastre mañoso podría
confeccionar una tienda de campaña, una hermosa prenda con forro de lana, suave
y caliente por dentro y rígida e impermeable por fuera, un regalo envenenado,
casi mejor morir en pelotas que ser capturado por Iván con la doble S en la
solapa.
Una racha de
viento acaba con sus dudas.
A la mierda, desentierra el cadáver e
intenta darlo la vuelta, el SS Günter pesa ciento veinte kilos, pero ya no intimida tanto como en Pitomnik, está a rebosar, repleto, sano e
impoluto, no como el resto, no como la pila de huesos repleto de piojos que se cuadraban
a su paso; por fin el cuerpo gira y bajo el abrigo surge de repente un pequeño
portafolios, Ernst lo aparta de un manotazo y se da cuenta de que
va esposado a la muñeca del gordo.
Esposas talla
XXL.
Aquella
prenda no saldrá por la muñeca con el maletín haciendo de tope, Ernst busca en
los bolsillos del oso, no encuentra las llaves, la única pertenencia que le
queda al finado es un machete de campaña con empuñadura de marfil, una hoja de
acero afilado y sólido grabado con una tétrica calavera; Enst no se complica,
con la pistola a modo de martillo y el machete a modo de serrucho, el viejo
coloca el filo del metal sobre la carne y se dispone a cortar la extremidad.
El reloj del
SS deja de hacer “tic tac”, para terminar de congelarse justo antes de que el
soldado aseste su certero y único tajo; el acero penetra, la mano vuela y un grito resuena en la
estepa, en los tímpanos de Ernst y en los dientes del muerto.
El manco Günter
pega un respingo, balbucea e intenta entender lo ocurrido, instintivamente
busca su pistola ausente con su ausente mano.
-Traición.-Grita Günter.
Un surtidor
de color rojo aparece en la espesura blanca, tras gritar y aullar como un
demonio en celo, el manco empieza a darse cuenta de lo ocurrido, es un hombre
de recursos; con torpeza se quita el cinto y se hace un torniquete, el surtidor
pierde fuerza, Günter está sentenciado, pero aún no se ha dado cuenta.
-Te voy a matar por esto.-Escupe
mientras agarra con su mano izquierda un trozo de metal afilado.
El líquido
rojo fluye con renovada presión.
-Mis documentos, ¿donde están mis documentos?...
-Ahí.- Contesta Ernst señalando con un dedo
cada vez mas azul.
La cabeza del
gordo se bambolea cada vez más mientras
intenta abrir su portafolio, este al final hace “clic” vomitando al viento
varias carpetas de documentos secretos, fotos planes y mapas, números
convertidos en vidas y vidas convertidas en números, vuelan hasta el regazo de
Ernst.
Aquello llena
de furia al SS y de paz al viejo
-No caerá en tus manos, no….
Desesperado y
lleno de ira el gordo intenta clavar el
metal sobre el inmóvil Ernst , pero no puede dar ni dos pasos antes de caer de
rodillas, y así, de esa forma, se acerca al único foco de fuego que aún
calienta, con odio lanza el maletín.
-No caerá en tus manos… cerdo.
-Venceremos.-Dice mientas el cuero
chisporrotea.
-Venceremos.- Repite irguiendo su brazo
mutilado al cielo.
-Venceremos, escucha el viejo Ernst, a lo
lejos, mientras un sueño extraño y reparador envuelve su cuerpo y le roba el
último pedacito de su alma.