—¿Por qué demonios sigues con esto? —preguntó la bibliotecaria frente a la taza de café humeante—. Ni siquiera es un reto. Nunca podrás superar a la máquina. —No lo sé —contestó Didier—. Si lo supiera, quizás encontraría la manera de no hacerlo. Era cierto. Didier nunca supo los motivos que lo llevaban a escribir. A encadenar letras y palabras en un orden preciso. En un orden precioso. Escribir nunca fue placentero, aunque sí gratificante, el acto mismo de la escritura era una forma de extraño parto. Era una insurrección idiota. Ejecutada en soledad y ofrecida a un dios silencioso que encontraba en la indolencia su mejor arma. Ella señaló hacia las estanterías, colocadas a modo de decoración a la entrada del edificio. Antiguos tomos de papel que llevaban años sin consultarse. —Esos autores al menos tenían un motivo —dijo la mujer, orgullosa, sentenciando con cada palabra—. Ellos buscaban dinero, pobres idiotas. O quizás reconocimiento intelectual. Palmaditas en la espalda,
Puede que Ray esté viejo, pero sabe que con una mano atada a la espalda podría partir la crisma a ese jodido niñato. Dentro del pabellón el cuadrilátero lo espera como un altar. Un altar extraño. Delimitado por cuerdas. Con cuatro esquinitas como una tumba. Pero con sus reglas. Sus pastores. Su enfervorecida parroquia. Su ortodoxia. Ray los escucha. No puede verlos, no quiere verlos. Pero los escucha. Los huele. Ellos. Aúllan de placer ante la expectativa de la sangre. Ellos llevan ahí milenios. Apuestan y se arruinan. Se empalman con la tragedia ajena y propia. Comulgan de su sudor y de su sangre. Ellos cacarean, ríen escandalosos. Anhelan la danza. El engaño. El crujir de huesos. La inflamación y el edema. Ellos. Pueden darles mucho por culo. Ahora solo hay un objetivo. Una visión. El puto niñato que espera al otro lado. Con su cara linda. Su tabique nasal intacto. Protegido. Escondido tras una careta acolchada. Confiado. No sabe lo que se le viene encima. Ray asciende. Ray saluda